Todos los padres desean que sus hijos sean “especiales” en el sentido único de la palabra. Intentan ver rasgos que los destaquen de los demás para decir con orgullo que ellos son diferentes.
Pero, a veces, a un puñado de padres les toca, sin buscarlo, con que lo que más amas en esta vida es especial de una forma que te hace querer caer de rodillas a media calle y gritar de frustración. Tan especiales que a veces desearías volver atrás y embarazarte de nuevo para comer diferente, dormir diferente, pensar diferente, hacer todo al revés para mejorar sus posibilidades de ser más como los demás, aunque los médicos te insistan en que no tiene nada que ver.
Repasas en tu mente las horas a solas con él durante el primer año, los juegos que pudiste hacer, la estimulación que le pudiste dar pero que estabas tan sumergida en tu egoísmo que no lo supiste hacer mejor.
Sí, la ciencia te insiste que es absurdo, te repiten que no tiene sentido pensar en ello y sabes que miles de familias se enfrentan a cosas peores pero no puedes evitar pensar que si te hubieras esforzado más tal vez ahora sus diferencias no lo harían sufrir tanto y no tendrías que verlo tambalearse en un mundo moderno repleto de niños que a su edad ya juegan fútbol y son capaces de tener una conversación.
Pasan los días y cada mañana confías en que lo van a superar, que dentro de lo que cabe no es tan grave. Pero luego lo ves buscando su sitio, intentando encajar y, sin quererlo, fracasar. No sabe hacerlo de otra manera y es recibido con rechazo.
A pesar de todo, te obligas a tragarte las lágrimas cada mañana deseando que el día sea bueno para él y que en el colegio aprenda algo.
Fantaseas con que al volver del trabajo te lo encontrarás de buen humor y no querrá pellizcarte ni lanzarte sus juguetes cuando no entiendas lo que te está pidiendo y si pasa, te prometes que harás acopio de fuerzas y te tumbarás en el suelo con él para calmarlo. Pero se te crispan los nervios con los gritos, te duelen los lagrimones que brotan de sus ojos de canica de puritita rabia, porque no se sabe regular. Te quedas sin herramientas intentando no pensar en los pendientes del trabajo, ni en tus ganas de disfrutar un momento tranquilo con tu pareja, ni en tu otro niño también especial e irrepetible que se ha acostumbrado a hacerse chiquito para dejarte maniobrar.
Y es que todos queremos hijos especiales pero no de los que te hacen plantearte pedir la jornada reducida o cuestionarte si alguna vez podrán hacer en familia actividades tan sencillas como ver una peli juntos o dar un paseo en bicicleta. De los que necesitan que les pongas pegatinas de instrucciones por la casa para poder vestirse, ir al baño y comer solito.
Muchas noches te sientas a oscuras y te sueltas a llorar, no te sientes capaz de seguir dando el extra mile, pero luego llega una mañana buena en la que se acuesta a tu lado, te toca la cara y te dice “mamá, te amo demasiado”, con una sonrisa y una mirada que lo dice todo: “que sí mamá, que me doy cuenta, que sé lo que haces y lo que intentas y te lo agradezco”. Y esos días quisieras poder hacerte bolita con ellos, en un abrazo mamá, papá, hijos que durara todo el día. Que no nos diera hambre ni sed ni pis ni nada. Que pudiéramos estar echados así por siempre diciéndonos lo demasiado que nos queremos y que el mundo se fuera a la mierda. Que las llamadas se silenciaran y los correos no llegaran, que los coles no abrieran y el mundo se detuviera para que esa ventana de amor que se abre en esos momentos no se volviera a cerrar.
Sin embargo, la rutina es implacable. Y te levantas. Y los mecanismos se activan. Tu pequeño se pierde de nuevo en su cabeza y se olvida de lo que estás haciendo, de tu esfuerzo y de que te ama demasiado. Pasa y no te queda de otra que ponerte el escudo, desempolvar la sonrisa y amarrarla bien fuerte para seguir adelante.
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